Prologo: La Sangre del Crisol
por FxxMorganBueno! Mi nombre es Fernando y siempre me han gustado leer, por eso cree la pagina para traducir novelas que no esten en español, hoy tengo el honor de publicar mi novela, y espero que ustedes disfruten tanto leyendola como yo escribiendola
FxxMorgan
PD: El poster es con IA porque no hay dinero para un diseñador hahaha
El aire en el Sanctum Alchemicus vibraba, espeso con el olor acre del azufre sublimado, el dulzor metálico del mercurio filosofal y el aroma terroso de raíces molidas traídas de las Marcas Sombrías.
Era una sinfonía olfativa que Elias Voss conocía mejor que su propio aliento, el perfume del poder sobre la materia misma.
En el centro de la cámara circular, tallada en obsidiana pulida que absorbía la luz de las antorchas flotantes, el Gran Crisol de Aetherium pulsaba con un calor contenido, una promesa de transmutación inminente.
Elias, Maestro Alquimista de la Orden del Fénix, se irguió ante él.
A sus cincuenta y tantos ciclos, su figura era aún imponente, vestida con túnicas de seda teñida con índigo abisal, bordadas con los sigilos entrelazados de los elementos primordiales.
Su cabello, antes negro como el ala de un cuervo, ahora mostraba hebras plateadas en las sienes, testimonio de décadas dedicadas a desentrañar los secretos que la propia Creación guardaba celosamente.
Sus ojos, de un gris acerado, no perdían detalle del intrincado patrón de conductos y alambiques que serpenteaban desde el Crisol, alimentando la destilación final.
Esta noche no era una noche cualquiera.
Era la culminación de siete años de trabajo: la destilación del Elixir Vitae Minor, la versión imperfecta pero alcanzable del mito, una poción capaz de revertir el decaimiento celular, de añadir décadas a una vida mortal.
No era la inmortalidad, pero era lo más cerca que nadie en Aetheria había estado en siglos.
Y era suyo.
—La presión del Atanor es estable, Maestro —la voz de Kael resonó, suave pero clara, cortando el murmullo burbujeante de los matraces—.
La temperatura del baño de arena alcanza los trescientos grados kelvinianos exactos.
Elias asintió sin apartar la vista del vapor verdoso que comenzaba a condensarse en el serpentín de cristal de luna.
Kael, su discípulo más prometedor, se movía con una eficiencia silenciosa a su espalda.
Joven, apenas veinticinco ciclos, pero con una mente afilada como una hoja de obsidiana y una intuición para los flujos etéricos que superaba a la de alquimistas con el doble de su edad.
Elias había visto en él un reflejo de su propia juventud, una ambición voraz templada por una inteligencia brillante.
Había invertido años en Kael, compartiendo conocimientos que otros Maestros guardaban bajo siete sellos.
Lo veía no solo como un discípulo, sino como el heredero de su legado.
—Prepara la esencia de Sombra Lunar, Kael —ordenó Elias, su voz un murmullo grave—.
La infusión final debe ser precisa.
Una gota de más, y la volatilidad podría… descontrolarse.
—Entendido, Maestro.
—Hubo una pausa casi imperceptible antes de que Kael continuara—.
Siempre he admirado su temple, Maestro.
Trabajar con elementos tan… caprichosos.
Requiere una voluntad de hierro.
Elias esbozó una media sonrisa.
—La alquimia no es para los timoratos, muchacho.
Es bailar al borde del abismo, cortejar a la creación y a la destrucción en la misma respiración.
Pero el conocimiento… el poder que otorga… bien vale el riesgo.
Se concentró de nuevo en el delicado goteo del condensado esmeralda que caía en un frasco de cuarzo ahumado.
El Elixir Vitae Minor.
Casi podía saborear el triunfo.
Con esto, su nombre no solo sería recordado, sería venerado.
Aseguraría el favor del Rey Theron, consolidaría la posición de la Orden, silenciaría a los envidiosos del Círculo Escarlata que murmuraban sobre su “imprudencia”.
—El vial de Sombra Lunar está listo, Maestro —dijo Kael, acercándose.
Elias extendió la mano sin mirar, su atención fija en el ritmo del goteo—.
Y… permítame ofrecerle esto.
Para fortalecerle.
Ha estado muchas horas sin descanso.
Elias giró levemente la cabeza.
Kael le ofrecía una pequeña copa de cerámica vidriada, llena de un líquido oscuro y fragante.
Olía a vino especiado, el favorito de Elias, infusionado con hierbas reconstituyentes.
Un gesto considerado.
Kael a menudo se preocupaba por su bienestar durante los largos experimentos.
—Gracias, Kael.
Eres atento. —
Tomó la copa y bebió un sorbo generoso.
El líquido era cálido, reconfortante, con un regusto ligeramente amargo bajo las especias, pero no desagradable.
Lo atribuyó a las hierbas.
Bebió el resto de un trago, dejando la copa vacía en una mesa auxiliar cercana.
Volvió su atención al Crisol.
El vapor verdoso se intensificaba, el goteo se aceleraba.
Era el momento.
—Ahora, Kael, La Sombra Lunar.
Lentamente.
Pero Kael no se movió.
Elias frunció el ceño, sintiendo una extraña lentitud en sus propios músculos, una neblina insidiosa comenzando a trepar por los bordes de su conciencia.
Giró completamente, y la expresión en el rostro de Kael lo congeló.
Ya no había admiración en esos ojos jóvenes.
Solo una fría y calculadora ambición, una oscuridad que Elias, en su ciega confianza, nunca había querido ver.
Kael sostenía el vial de Sombra Lunar, pero no se acercaba al aparato.
En su otra mano, sostenía un pequeño frasco vacío, idéntico al que contenía la esencia.
—¿Kael? ¿Qué…? —La voz de Elias sonó pastosa, lejana.
Un fuego helado comenzó a extenderse por sus venas, partiendo de su estómago.
No era la calidez del vino.
Era corrosivo, devorador.
—Lo siento, Maestro —la voz de Kael era ahora un susurro gélido, desprovisto de toda emoción—.
Pero su tiempo ha terminado.
Aetheria necesita un liderazgo nuevo.
Una visión… sin las ataduras de la tradición.
Su Elixir será la base, pero yo lo perfeccionaré.
Yo alcanzaré la verdadera inmortalidad.
Veneno.
La palabra explotó en la mente de Elias con la fuerza de un relámpago.
Un veneno alquímico, lento, insidioso, enmascarado en un gesto de cuidado.
La traición lo golpeó con más fuerza que la toxina.
Kael.
Su heredero.
Su… casi hijo.
El dolor se intensificó, una garra ardiente apretando sus órganos internos.
Sus rodillas flaquearon.
El Sanctum comenzó a girar, las luces de las antorchas se alargaban como cometas fantasmales.
Podía sentir la vida escapándosele, su propia química corporal siendo deshecha por la obra de su discípulo.
—Tú… traidor… —siseó Elias, cada sílaba un esfuerzo hercúleo.
Se tambaleó hacia atrás, chocando contra la mesa de trabajo, haciendo caer instrumentos de vidrio que estallaron en el suelo.
Kael observaba, impasible, casi clínico.
—¿Esperaba lealtad eterna, Maestro? La lealtad es una moneda.
Y usted ya no tenía nada que ofrecerme.
Su Elixir, sin embargo… lo tiene todo.
La desesperación inundó a Elias, fría y absoluta.
Morir aquí, a manos de su propia creación, de su propia confianza mal depositada.
No.
Había dedicado su vida a dominar las leyes de la materia y la energía.
No terminaría como una rata envenenada.
Sus ojos se posaron en un antiguo diagrama grabado en el suelo de obsidiana, uno que rara vez miraba, uno que representaba el conocimiento más prohibido: la Translocación Arcana Mayor.
Un hechizo de último recurso, inestable, peligroso, que utilizaba la propia esencia vital del lanzador como combustible y catalizador para desgarrar el tejido de la realidad y transportarlo a… otro lugar.
Nadie sabía dónde.
Las leyendas decían que el precio era terrible, una marca imborrable en cuerpo y alma.
Era una locura.
Una posibilidad entre mil de sobrevivir, y menos aún de llegar a un lugar seguro.
Pero era la única opción.
Con un rugido que surgió de lo más profundo de su ser moribundo, Elias reunió las últimas chispas de su poder menguante.
Ignoró el dolor abrasador, la visión que se oscurecía.
Golpeó su mano contra un estilete de plata que usaba para sangrías rituales, la punta afilada hundiéndose en su palma.
La sangre, ya oscurecida por el veneno, brotó.
—¡No… tendrás… mi legado! —gritó, su voz rota.
Canalizó el dolor, la traición, la desesperación hacia el diagrama prohibido.
Trazó el primer sigilo en el aire con su sangre.
Un aullido antinatural llenó la cámara cuando la línea carmesí prendió con una luz violácea enfermiza.
Kael dio un paso atrás, sus ojos finalmente mostrando sorpresa, quizás incluso miedo.
—¡Está loco! ¡Ese ritual lo destrozará!
—¡Mejor destrozado que destruido por ti! —replicó Elias.
Sabía que la sangre no era suficiente.
El ritual exigía un sacrificio mayor, un anclaje orgánico.
Con una determinación nacida de la pura agonía, hundió los dedos de su otra mano en su propio costado, buscando, encontrando. Un grito ahogado escapó de sus labios mientras arrancaba algo, un trozo de sí mismo, víscera y tejido, ofreciéndolo al vórtice de energía que comenzaba a formarse.
El dolor fue cegador, absoluto.
Sintió como si su cuerpo se desgarrara a nivel molecular.
Las cicatrices del ritual comenzaron a abrirse en su piel, no como cortes, sino como fisuras que brillaban con una luz interna antinatural, un mapa de su propia desintegración.
La energía del Crisol cercano fue absorbida por el vórtice, el Elixir Vitae Minor olvidado, su promesa rota.
El Sanctum Alchemicus se disolvió a su alrededor en un torbellino de colores imposibles y sonidos desgarradores.
Vio el rostro horrorizado de Kael por una fracción de segundo, una mueca de triunfo convertida en pánico.
Luego, solo hubo una sensación de caída interminable, de ser estirado y comprimido simultáneamente, de frío absoluto y calor abrasador.
Su conciencia se fragmentó.
Imágenes de Aetheria, de su laboratorio, de la traición, se mezclaron con sensaciones nuevas y aterradoras: el olor salobre del mar, el calor de un sol desconocido, la textura áspera de la arena.
El último pensamiento coherente de Elias Voss antes de que la oscuridad lo reclamara fue una pregunta que resonó en el vacío de su ser desgarrado: ¿Qué he hecho?
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