Capítulo 1: La Orilla Desconocida
por FxxMorganEl primer aliento fue una agonía.
Aire salobre y espeso que rasgó sus pulmones como vidrio molido, seguido de una tos violenta que envió oleadas de dolor punzante a través de su costado y su mano herida.
Elias Voss abrió los ojos, o lo intentó.
La luz era una puñalada blanca y brutal, obligándolo a cerrarlos de golpe mientras un gemido escapaba de sus labios resecos.
El mundo olía a sal, a descomposición marina y a algo vegetal y desconocido.
Bajo él, la superficie era abrasadora y cedía ligeramente, una textura fina y granulada que se adhería a su piel expuesta.
La arena – Caliente como las brasas de un fuego olvidado.
¿Dónde…? ¿Qué…?
Fragmentos de memoria lo asaltaron, afilados y caóticos como esquirlas de un espejo roto: el brillo verdoso del Elixir casi terminado; la fría y calculadora mirada de Kael; el sabor amargo del veneno en el vino especiado; el dolor desgarrador al invocar la Translocación Prohibida; la sensación de ser desmembrado y rehecho por fuerzas cósmicas.
¿Estaba muerto? ¿Era este el más allá? ¿Una especie de purgatorio arenoso y cegador?
Con un esfuerzo supremo, levantó una mano temblorosa para protegerse los ojos, intentando abrirlos de nuevo, esta vez solo una rendija.
El mundo exterior se enfocó lentamente, filtrado por sus dedos.
Un azul implacable y vasto se extendía sobre él, un cielo sin la familiar red de líneas ley visibles de Aetheria, sin el suave resplandor del Éter flotante.
Bajo el cielo, una línea de un azul más oscuro, casi infinito, se encontraba con la arena blanquecina en la que yacía.
Olas rompían a poca distancia, un susurro rítmico y constante que hablaba de inmensidad y indiferencia.
Palmeras.
Vio unas pocas, de troncos extrañamente curvados y penachos de hojas verdes y fibrosas recortándose contra el cielo cegador.
Vegetación achaparrada y resistente se aferraba a las dunas más allá de la línea de marea alta.
Nada.
No había torres de obsidiana, ni caminos empedrados, ni el familiar contorno de las Montañas del Eco en el horizonte.
Solo arena, mar, cielo y una vegetación extraña y hostil.
Estaba solo.
El pánico amenazó con ahogarlo, una marea helada subiendo por su pecho.
Intentó incorporarse, pero un grito agudo se le escapó al sentir cómo el movimiento desgarraba algo en su costado.
Cayó de nuevo sobre la arena caliente, respirando con dificultad.
Miró hacia abajo.
Sus túnicas de seda estaban hechas jirones, manchadas de sangre oscura y de algo más, casi quemadas en los bordes.
Y sobre la tela rasgada, en su piel, vio las marcas.
No eran simples cicatrices.
Eran líneas intrincadas, patrones que recordaban vagamente los sigilos de transmutación, pero torcidos, corruptos.
Y brillaban.
Un tenue fulgor interno, azul pálido y enfermizo, pulsaba bajo su piel incluso bajo la luz aplastante del sol.
El precio de la Translocación, grabado a fuego en su propia carne.
Su mano izquierda estaba envuelta en sangre seca y arena, el dolor del estilete aún palpitaba con saña.
Pero fue el dolor en su costado lo que le robó el aliento: un desgarro profundo, irregular, donde había ofrecido su propio tejido al ritual.
Estaba crudamente cerrado por la energía del hechizo, pero la carne alrededor estaba inflamada, amoratada, gritando peligro.
El veneno.
¿Seguía activo? Sintió una debilidad profunda en sus miembros, una lentitud en sus pensamientos que no era solo agotamiento.
Kael había sido minucioso.
La toxina probablemente aún corría por sus venas, más lenta quizás, pero trabajando para deshacerlo desde dentro.
Y entonces, notó otra ausencia.
Algo más fundamental.
Intentó recurrir a la Chispa Interior, la fuente de su poder arcano, el pozo de energía del que extraía la fuerza para moldear los elementos, para lanzar un simple encantamiento de protección contra el sol abrasador, o una chispa de fuego para señalar.
Nada.
El pozo estaba seco.
O, peor aún, sellado.
Podía sentir su conocimiento, vasto y detallado, intacto en su mente – las fórmulas, los procedimientos, las propiedades de cada sustancia conocida en Aetheria – pero la capacidad de imponer su voluntad sobre la materia, de canalizar energía arcana para efectos ofensivos o de manipulación mayor… se había ido.
La Translocación se lo había arrebatado, o quizás el veneno había quemado esas conexiones sutiles.
Solo quedaba el conocimiento puro, la ciencia de la Alquimia, no su magia más potente.
La desesperación lo golpeó de nuevo, esta vez con la fuerza de una ola rompiendo contra las rocas.
Despojado de su poder, herido, envenenado, varado en un mundo desconocido y hostil.
La obra de Kael era completa.
Había ganado.
No.
La palabra resonó en su mente, no como un grito, sino como el tañido de una campana de acero.
Kael no había ganado.
Él, Elias Voss, aún respiraba.
Débil, roto, perdido… pero vivo.
Y mientras hubiera vida, había posibilidad.
La Alquimia no era solo poder arcano; era conocimiento, observación, adaptación.
Había sobrevivido a la traición y al desgarro de la realidad misma.
Sobreviviría a esto.
La necesidad más básica se impuso: agua.
Su garganta era un desierto, sus labios estaban agrietados.
El sol le golpeaba sin piedad, necesitaba sombra y necesitaba un líquido.
Con movimientos lentos y agónicos, comenzó a arrastrarse.
Cada centímetro era una batalla contra el dolor, la debilidad y la arena abrasadora.
Se dirigió hacia la sombra moteada que ofrecía una de las palmeras más cercanas, dejando un rastro irregular en la arena blanca.
El esfuerzo lo dejó sin aliento, con puntos negros bailando ante sus ojos, pero alcanzó la relativa frescura de la sombra.
Se derrumbó allí, el corazón latiendo con fuerza contra sus costillas.
Miró a su alrededor con más detenimiento.
La isla no parecía grande.
Podía ver hasta dónde la playa se curvaba en ambas direcciones, terminando en promontorios rocosos cubiertos de esa vegetación resistente.
El interior parecía una maraña densa de árboles y arbustos desconocidos.
No había señales de humo, ni estructuras, ni huellas que no fueran las suyas.
Estaba solo.
Agua.
Su mente se aferró a esa necesidad primordial y miró hacia las palmeras.
¿Frutos? Vio unos bultos oscuros y redondos agrupados en lo alto de una de ellas.
¿Podrían contener líquido? No se parecían a ninguna fruta que conociera.
¿Y cómo alcanzarla en su estado? Imposible.
Lluvia – Elías Pensó
El cielo era de un azul implacable, sin nubes.
Pero quizás había llovido recientemente.
Exploró con la mirada la base de las rocas cercanas.
¿Alguna hondonada natural que hubiera recogido agua? Se arrastró de nuevo, ignorando las protestas de su cuerpo.
Encontró una pequeña depresión en una roca lisa, pero estaba seca, con solo un residuo de sal.
La desesperación comenzó a lamer sus bordes de nuevo.
Moriría aquí de sed y de infección antes de que el veneno terminara el trabajo.
Piensa, Elias, Demonios, Eres un Alquimista.
Su conocimiento.
Era lo único que le quedaba.
¿Qué sabía de supervivencia en entornos áridos? Sus estudios habían abarcado herbología, mineralogía, los ciclos naturales… aunque siempre enfocados a la obtención de reactivos.
¿Podría aplicar ese conocimiento aquí?
Sus ojos recorrieron la vegetación cercana a la línea de marea.
Algas.
Vio masas de algas verdosas y parduscas varadas en la arena húmeda.
Recordó sus propiedades: ricas en mucílagos, algunas con capacidades antibacterianas leves.
Y cerca de la base de un árbol retorcido, vio una resina translúcida y pegajosa exudando de una herida en la corteza.
Resina, a menudo antiséptica, selladora.
Una idea comenzó a formarse, una chispa de su antiguo yo resurgiendo entre la niebla del dolor y la confusión.
Algas y resina.
Podría intentar crear un emplasto rudimentario.
No detendría el veneno, pero quizás podría mantener a raya la infección en su costado y en su mano, ganar algo de tiempo.
Reunir los materiales fue otra odisea.
Se arrastró hasta las algas, seleccionando las más frescas y menos descompuestas, soportando el olor pútrido.
Luego, con un trozo afilado de concha que encontró en la arena, raspó con dificultad la resina pegajosa del árbol.
De vuelta en la sombra, machacó las algas entre dos piedras lisas hasta obtener una pulpa húmeda.
Mezcló la resina con la pulpa, usando la concha para remover la mezcla pegajosa y heterogénea.
El resultado no era elegante, ni siquiera alquímicamente puro según los estándares de Aetheria, pero era algo.
Con manos temblorosas, aplicó la pasta verdosa y pegajosa sobre la herida abierta de su mano, cubriéndola lo mejor que pudo.
Luego, con infinita precaución, levantó los jirones de su túnica y aplicó el resto sobre la herida desgarrada de su costado.
El contacto fue frío al principio, luego un escozor agudo, pero al menos sintió que estaba haciendo algo, luchando contra la decadencia que amenazaba con consumirlo.
El esfuerzo lo dejó completamente exhausto.
Se recostó contra el tronco de la palmera, la respiración entrecortada.
El sol comenzaba a descender hacia el horizonte, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras violentos que le resultaban extraños y amenazadores.
La sed era ahora una tortura constante.
Una duda insidiosa se deslizó en su mente, fría como el veneno de Kael.
¿Y si nada de esto es real? ¿Si Aetheria, Kael, el Elixir… fueron solo los delirios febriles de un náufrago moribundo en una isla olvidada? ¿Si estas cicatrices brillantes son solo producto de una insolación y una mente rota?
Sacudió la cabeza, intentando alejar el pensamiento.
No podía permitirse dudar ahora.
Fuera cual fuera la verdad, estaba aquí.
Estaba herido y necesitaba sobrevivir.
Miró hacia el océano infinito, ahora teñido de sangre por el sol poniente.
La inmensidad era aterradora, pero también extrañamente liberadora.
Ya no era Elias Voss, Maestro Alquimista de Aetheria, cargado de expectativas y rivalidades.
Era solo un hombre, despojado de todo, luchando por el próximo aliento en una orilla desconocida.
Sobreviviré, pensó, no con arrogancia, sino con la determinación sombría del que no tiene otra opción.
Encontraré agua, sanaré…. y de alguna manera… entenderé qué es este lugar y Kael… si esto es real… un día pagarás por tu traición.
La noche cayó rápidamente, trayendo consigo un frío inesperado y los sonidos desconocidos de la fauna nocturna de la isla.
Elias se acurrucó contra el tronco del árbol, temblando, la sed ardiendo en su garganta, el dolor como un compañero constante.
La primera noche de su exilio había comenzado.
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